La Cocina
Museo del Puerto - Espacio
Hay lugares de los que la historia no dice ni una palabra, sin embargo, sin su existencia no hubiera sido posible la propia historia. El Museo del Puerto tiene una cocina, en ella se tejela trama comunitaria.
Textos sobre el comer y el cocinar se crearon en los «Encuentros de Lectura Macarrónica», la propuesta fue realizada para escribir entre cucharones y ollas, «¿sobre qué? ¡Sobre esos mismos cucharones y ollas! Porque ya es hora de cantar a las cazuelas, macarrones y buñuelos que prepararon, a las infinitas comidas de casa que las mujeres pensaron y cocinaron silenciadamente durante años, a las comidas públicas, cocinadas en equipo, a la memoria interminable de olores que sintieron caminando por Ingeniero White, a las comidas imaginarias que los hicieron soñar, a cocineras y cocineros de la memoria, sus secretos y saberes particulares» cuentan desde el blog, sitio donde se resguarda buena parte del patrimonio oral.

Acá, sí

«En este museo no está mal visto leer con la boca llena» aseguran los trabajadores municipales que organizan actividades comunitarias. Por eso, un encuentro dedicado a la degustación también contiene un trozo de historia reciente. Para la ocasión se contó con una fuente de sopa paraguaya que había cocinado Katty Aponte, recordando una receta de su madre formoseña, el kepi lo llevó Ida Muhamed, pizza de anchoas de Graciela Discioscia, pollo arrollado de las manos de Francisco Cabeza, Nora Betencurt llevó tortilla de acelga, las empanaditas dulces por José Mario Malvar, terkreppel por Delia Schenfeld y Stella Maris Giménez aportó una paella gigante. En el marco del 7° Festival de Poesía Latinoamericana, la comida fue un ingrediente más al que se le sumó el recitado a dos voces, por parte de Stella Genitti y Malvar, de «Epopeya (en construcción) de comidas de White», texto escrito de manera colectiva por vecinas y vecinos durante el taller, más tarde llegaron lecturas sobre herramientas de cocina, perfume de tucos, la veda de carne, las recetas de amor, tortas y tardas y naranjas cortas. Porque la cocina de un museo tiene sus propios olores y colores, y algún día había que contarlo.
El taller de Lectura Macarrónica se realizó los días viernes, y al mismo concurrieron cocineras, cocineros, oradores, poetas y memoriosos. Los encuentros permitieron compartir ejercicios de escritura, que se convirtieron en pequeños desafíos sobre los propios cuadernos de escritura macarrónica, una forma de acercarse a lo cotidiano y haciendo circular, esta vez con palabras, los pasos previos a la fuente presentada, el sabor de una vianda o la acción de lavar los platos. Cada jornada hizo circular los cuadernos en viajes de ida y vuelta desde la mesa del museo a las mesas de cada casa, «encontrarse a escribir en grupo es primero encontrarse a charlar, hacer visibles algunas experiencias en diálogo con otros, y, de a poco, pensar juntos cómo es posible comunicarlas desde la escritura».
Un ejercicio fue escribir sobre utensilios de cocina, cada participante aportó un objeto fundamental de su mesada, «fundamental por lo útil, por lo querido, por la posibilidad de narrar historias que traía», es así que surgieron el repasador, la tabla de picar, un plato, el tapa botellas. ¿Por qué escribir, reescribir, intercambiar y recrear recetas? «Al mismo tiempo hablamos de cómo la instancia de la experiencia personal se articulaba con la historia colectiva en ese objeto: aparecían la inmigración de principios de siglo XX, la inmigración interna de las últimas décadas, las transformaciones en el puerto, los cambios económicos resonando en la cocina. O de cómo, por ejemplo, están relacionado los saberes que implica preparar un dulce con dinámicas sociales que podemos historizar». 

Producción propia
En este ritmo de narraciones y nuevas formas de ver la historia, surgieron textos que cuentan, como el caso de Ida Muhamed y su tabla: «En mi cocina hay una tabla/y me dice: hace 61 años que llegué/ a tu cocina. Tu hermano Esteban me hizo/ en la carpintería de la Junta de Granos,/ junto al palo de amasar./ Desde entonces no me has dejado/ descansar, siempre en la mesada/ preparada para que vos me golpees,/ cortar las carnes, picar las verduras/ preparar las milanesas. El palo de/ amasar descansa porque te compraste/ la pasta linda, pero yo sigo y vos disfrutás preparando tus comidas/ Pero, sabés, yo soy feliz. Porque después/ de tanto sigo siendo tu compañera/ en la cocina. Hoy Ramiro trajo/ una tabla de Ferro Expreso más moderna/ pero yo soy tu preferida». Un devenir de imaginación para que los objetos sean quienes cuenten sus propias historias, «qué percepciones nuevas nos despiertan esas herramientas de cocina, qué maneras de contar inventaríamos para hacer hablar al platito de loza que se usó en los inicios de la cantina de Stella Maris en el puerto», juegan desde la invención.
La convocatoria realizada durante los meses de septiembre y octubre dejó el aporte de cocineras y cocineros «de toda la vida», que colaboraron con comisiones de instituciones intermedias, entre ellas La Siempre Verde, los Scouts E. Pilling, la Asociación Amigos del Castillo, Asociación Amigas Museo del Puerto, Bomberos, sociedades de fomento, cooperadoras de escuelas, también cocineras de cantinas y restaurants, expertas en preparar viandas para vender a camioneros y portuarios. La comida fue protagonista de la familia, del trabajo, de los festejos y de las historias de inmigración. «Tanto de zapallo como de girasol/ las poníamos sobre la plancha/ de la cocina y tenía un gusto/ distinto. Tanto las de zapallo/ como las de girasol eran caseras/ de nuestra propia quinta», cuenta en Semillas Tostadas el vecino José Mario Malvar. Falta conocer la letra que reúne a todas las comidas whitenses, para una próxima entrega contaremos con la Epopeya en construcción.

 Autor: Redacción EcoDias

Categoría: Cultura
2018-02-20 21:10:55
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