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Por Fernanda Martel, Archivo Histórico Municipal de Punta Alta
A la vera de la ruta provincial 229 se lo puede ver, derruido por el paso del tiempo y el abandono. Aquel viejo chalet, “el castillo” como muchos erróneamente le dicen, atrae la atención de cualquiera que pase y despierta la curiosidad. ¿Cuándo se construyó?, ¿quién era su propietario?
Dr. Ramón Ayala Torales
Aquella casona fue propiedad del Dr. Ramón Ayala Torales, quien fuera el primer médico con que contó nuestro pueblo de manera estable. Fue sin duda una de las figuras más destacadas de la Punta Alta de los primeros tiempos, ya sea desde lo profesional como así también en el plano político, donde supo dar forma a una importante trayectoria a nivel local, regional y provincial.
Nació en la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Palermo, en 1881. Era hijo de doña Brígida Torales y de don Manuel Ayala, de nacionalidad paraguaya, de quien heredó el mote «el paraguayo» con que lo identificaron todos. Sus hermanos eran Julio y Carlos.
Luego de recibirse de médico en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, se trasladó a la ciudad de Bahía Blanca donde abrió su consultorio. Como en Punta Alta no existía médico (ni municipal ni de policía) algunos profesionales de aquella ciudad se dedicaron a acudir semanalmente a ésta a fin de asistir a la ya numerosa población, entre ellos los doctores Mario Vigo, Sixto Laspiur y el propio Ramón Ayala Torales.
Finalmente en 1908 se estableció de manera definitiva en Punta Alta, fijando su residencia particular y consultorio en Rivadavia 120. Posteriormente se trasladó a calle Paso 631 y en 1912 comenzó a construir un imponente chalet en la zona de Villa Arias como casa de fin de semana. Contrajo matrimonio con Delfina Labourdete, de cuya unión nacieron cuatro hijos: Julio César, Ramón, Carlos y Rubens.
De inmediato consiguió la consideración y el respeto de sus convecinos. Varios testimonios orales lo recuerdan como un profesional especialmente solícito con las personas de bajos recursos. «Era el médico de los pobres porque no cobraba las visitas y si no tenían plata les daba para los remedios» relata Carlos Morilla[1]. Julieta Barbieri recuerda que fue gran amigo de su padre, Calixto Barbieri, y destaca el accionar del médico que, en ocasión de un brote de tifus en el pueblo, para atender a los enfermos y controlar la fiebre «contrató a un changador y con él bajaban y subían al hombro una bañera en cada una de las casas que visitaba»[2].
Son abundantes los testimonios de ese tipo, que reflejan su vocación y profesionalismo. También la historia oral rescata un hecho prácticamente desconocido de su vida. Guillermo Miguel Morilla recuerda cuando una noche alguien tuvo intención de atentar contra su vida: «Una noche jugando a las cartas en el bar Londres, ya a altas horas, en el pasillo que había a la derecha de la entrada estaba un señor Escudero, encargado del cementerio.
Se le murió una hija y se lo atribuyó a Ayala Torales por su desatención y lo esperó armado. Se salvó gracias a que el señor Napal (dueño del bar y caudillo conservador) salió al pasillo y lo vio a este señor nervioso, preocupado y le llamó la atención. Se dio cuenta que estaba esperando a Ayala Torales para atentar contra él. Lo persuadió, le sacó el revólver que llevaba y logró que se fuera. Evitó una tragedia esa noche»[3]
Muy comprometido con el porvenir y el desarrollo de Punta Alta, al establecer su residencia aquí, de inmediato se involucró en cuestiones tan caras como la Autonomía Comunal. De esta manera fue el presidente de las comisiones vecinales formadas en 1908, 1912 y 1915.
Luego también actuaría en otros ámbitos, como la masonería local (integró la logia Bernardo de Monteagudo 2da y Profeta Nathan) y formaría parte del grupo de los iniciadores de la Cooperativa Eléctrica. También se agrega que fue el fundador del diario El Regional, cuyas primeras máquinas fueron adquiridas de su propio peculio.
Paralelamente a su actividad social y profesional se dedicó a la política. «Era radical hasta los tuétanos» afirma Julieta Barbieri, y entre risas cuenta: «A veces el paciente iba al consultorio y le decía: desnudate che, que ahora vuelvo. Y se iba al comité y se olvidaba del pobre paciente que lo estaba esperando».
Nota completa en la edición N° 39 en Ecos Puntaltenses
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